Columnista
Un año más sin José Asunción Silva
Su vida fue la de un personaje de incomparable versatilidad en una época que definió para siempre la suerte de Colombia y su sociedad.

26 de may de 2025, 02:06 a. m.
Actualizado el 26 de may de 2025, 02:06 a. m.
Han pasado 129 años desde que José Asunción Silva, el poeta de nuestro país, amaneció sin vida en su casa en La Candelaria. Todos estos años después, sigue siendo mucho lo que se habla y especula de su tiempo, su muerte, su obra y su legado, con inusual misterio que ha definido cada uno de los libros escritos sobre su vida. Ya lo decía el poeta mexicano José Juan Tablada: que José Asunción ha tenido una leyenda en lugar de una biografía.
Lejos de los mitos que rodean la historia de Silva, casi todos falsos y muchos otros exagerados, su vida fue la de un personaje de incomparable versatilidad en una época que definió para siempre la suerte de Colombia y su sociedad. José Asunción fue un testigo excepcional de lo que fue la vida en su tiempo: la lucha entre lo nuevo y lo viejo, la perpetua crisis política del país en que le tocó vivir y el constante desafío de la tradición.
Y desde su lugar como hombre de letras, un título tan simbólico en su momento y perdido desde hace muchos años, Silva conoció de cerca a quienes tomaron las decisiones más importantes a finales de su siglo y también sufrió por cuenta de ellas. Porque si existió alguna vez un hombre que supo lo que fue sufrir y perder, pero también evocar los tiempos mejores con nostalgia desde la poesía más sublime, fue José Asunción. Casi la mitad de las cartas del poeta que se conocen conforman una interesantísima correspondencia con los dirigentes más ilustres de su tiempo: Rafael Núñez, Rafael Uribe Uribe, Marco Fidel Suárez y Miguel Antonio Caro eran algunos de sus contertulios, aunque eso no los salvó de caer en ocasiones en su pluma crítica.
Al contrario de la siempre llamativa leyenda de un poeta que murió desconocido y sin ser valorado por su generación, un repaso de sus obras publicadas en los periódicos de la época y las cartas que todavía se conservan es suficiente para saber que Silva era un irado poeta y escritor a finales del Siglo XIX y que sus versos generaban interés en revistas y periódicos de varios países de habla hispana. En el prólogo de la primera compilación de sus versos, publicada en Barcelona en 1908 –lejos, muy lejos de nuestra nación parroquial que se alimentaba todavía de las leyendas y rumores–, Miguel de Unamuno escribió tal vez la más acertada descripción de su obra: “Silva no puede decirse que diga cosa alguna; Silva canta”.
Es mucho lo que se ha discutido sobre el enorme aporte de Silva al modernismo latinoamericano y a la experimentación con la métrica tradicional de la poesía, pero sigo creyendo que su aporte más eterno a la poesía es la ternura y la sutileza casi musical de sus rimas (triste con existe en ‘Muertos’, esconde y dónde en ‘Midnight dreams’ y narra con guitarra en ‘Serenata’, por solo ofrecer algunos ejemplos). Cada una de las rimas en toda su obra poética suena con naturalidad y libertad, y quien quiera entenderlo con mayor claridad debería leer su ‘Don Juan de Covadonga’, que es quizás su poema más bello y, según contaron varios amigos que lo acompañaron en su tertulia final, fue el último poema que recitó antes de morir.
Se cumple un año más sin José Asunción Silva y ahora son 129; casi una eternidad –o cuatro generaciones–. Pero la obra que dejó para todos los que vinimos después, que cabe en un par de tomos, sigue siendo tan expresiva y libre como en aquel entonces. A Silva hay que leerlo en nuestro tiempo cada vez más lejano del suyo para entender por qué es y será el poeta más valioso de toda la historia literaria de nuestro país. Me atrevo a decir, de hecho, que de todo nuestro idioma.
Politólogo de la Universidad de los Andes con maestría en Política Latinoamericana de University College London. Es analista político para varias publicaciones nacionales e internacionales, y consultor en temas de política pública, paz y sostenibilidad.