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Los chinos y la inmortalidad

China reúne cinco mil años de historia y una cultura cimentada con un sentido del tiempo contrario a lo efímero y lo inmediato, asociado además a lo monumental.

María Elvira Bonilla.
María Elvira Bonilla. | Foto: El País.

30 de may de 2025, 02:04 a. m.

Actualizado el 30 de may de 2025, 02:04 a. m.

El camino de adobe, ladrillo y piedra se pierde a la vista. Son cinco mil kilómetros de construcción en el filo de una montaña que hace ver a La Gran Muralla China, levantada hace más de dos mil años como una línea infinita que se pierde en el horizonte. Y allí está. Inmortal como propuso que así fuera, el emperador Qin Shi Huang en el siglo 220 a. C.; proyectada para contener las invasiones de las tribus nómadas provenientes principalmente de Mongolia; una epopeya humana que se continuó durante varias dinastías como la mayor obra de ingeniería que se conozca que le costó la vida a un millón de trabajadores esclavizados.

Iniciada por el mismo emperador que mandó a construir en la falda del Monte Li en Xian, el enorme recinto funerario donde sería enterrado desde su entronización a los 13 años. Hizo moldear a sus tropas en arcilla para que lo protegieran en el más allá, y lo que hay hoy es una superficie de más de 14 mil metros cuadrados con varias fosas, donde 7000 figuras son de tamaño natural. Son los asombrosos Guerreros de terracota, que han resistido el paso del tiempo, eternos. Una obra descomunal, impensable: militares y ciudadanos con carruajes y caballos; estatuas construidas a partir de modelos humanos con detalles particulares (bigotes, peinados, edad, objetos que portan) para conseguir que cada rostro fuera distinto. Un ejército formado y armado durante cuatro décadas por artistas y artesanos chinos para proteger los tesoros con los que el emperador Qin sería enterrado, pero sobre todo, para acompañarlo en su tránsito hacia la inmortalidad. Murió a los 50 años.

China reúne cinco mil años de historia y una cultura cimentada con un sentido del tiempo contrario a lo efímero y lo inmediato, asociado además a lo monumental. Formados en la obediencia a un poder superior omnipresente, una autoridad aceptada desde siempre que ha determinado el destino de millones de chinos –ahora más de 1400 millones- quienes a lo largo de su milenario pasado, se han aplicado con paciencia y disciplina a los designios de estructuras autoritarias que han hecho de ese sorprendente país la potencia que se proyecta al mundo.

Sin noción de la tan cacareada democracia de la que se habla, pero poco se practica, sin sueños de libertad individual, China ha logrado una transformación impensable en 30 años, que se fue forjando silenciosamente. Encerrados en sí mismos y con metas ciertas e inamovibles, viendo a un Occidente lejano y ajeno como una oportunidad dentro de su plan de expansión y crecimiento, han ido construyendo una sociedad con bienestar, autosuficiente en la que 1400 millones de personas consumen productos chinos, hablan y escriben chino, viajan y exploran su tierra, con unos jóvenes mirando al mundo, pero sin dejar su país.

La vigilancia, eso sí, es absoluta. Es el ojo del Estado, del ‘Gran Hermano’ siguiendo los pasos de quien se mueva en su territorio con una red de cámaras en la que el reconocimiento facial juega un papel clave en esta infraestructura de vigilancia. Pueden identificar a personas en tiempo real, seguir sus desplazamientos, porque, según se dice, hay casi que una cámara por cada dos habitantes, con lo cual la disciplina social y el orden urbano se impone con látigo y castigo.

China se hace cada día más fuerte en medio de una modernidad arraigada a una tradición inamovible que parece haberles funcionado, con una fórmula anclada a la fuerza que da la certeza de la inmortalidad transmitida desde hace cinco siglos.

Profesional en Filosofía y letras en la U de los Andes. Periodista durante 25 años. Ha sido directora de noticias del Noticiero Nacional, Canal RCN y de las revista Cambio, Cromos y El Espectador. Ha ganado tres Premios de periodismo Simón Bolívar y el Premio Alfonso Bonilla Aragon. Escribe para El País desde el año 2005 con la cual ganó en el año 2008 el Premio Rodrigo Lloreda Caicedo a la mejor columna.

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