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El canto de los gallinazos

Los gallinazos seguirán bajando. Harán lo que siempre han hecho: buscar despojos, alimentarse de lo que ya no tiene vida.

Álvaro Benedetti
Álvaro Benedetti. | Foto: El País

2 de jun de 2025, 01:09 a. m.

Actualizado el 2 de jun de 2025, 01:09 a. m.

A veces, muy temprano, cuando aún no se ha disuelto la neblina sobre las laderas de Cali, Medellín, Bogotá —o en cualquier densidad humana—, los gallinazos comienzan a dar vueltas. Bajan con precisión silenciosa sobre techos, calles y postes. Ya nadie los mira dos veces; su presencia dejó de ser excepción hace años. Se posan en los parques, donde rara vez se oyen risas, sobre cables que cruzan barrios olvidados, donde lo esencial —no lo rio— sigue siendo deuda. En esos lugares, el rebusque es rutina, la infancia aprende pronto a desconfiar y la dignidad se sostiene a pulso.

En Colombia, se ha aprendido a vivir entre las ruinas de lo que no fue. La promesa del Estado —como tantas otras— se volvió retórica. Está en los discursos, en los letreros, en las campañas; pero no en la realidad de quien madruga tres horas para llegar a un trabajo mal pagado, ni en la del profesional que se formó para aportar, pero encontró un mercado laboral cerrado y ajeno al mérito. Tampoco en quien aún espera reparación tras haber sufrido una violencia tan antigua como anacrónica.

Y empero, reaparece la ilusión; a un año de la primera vuelta presidencial, los peregrinos del poder desempolvan frases, camisas arremangadas, biografías construidas. Y aunque estas palabras señalen sombras, no dejan de alumbrar a quienes, con entereza y decoro, se esfuerzan por servir. Hablan de esperanza, de cambio, de futuro. Saben tocar las cuerdas del desencanto y prometer que esta vez será distinto.

No son ellos, sin embargo, el mayor problema. En toda democracia hay quienes usan su silla con fines mezquinos. Lo más inquietante —y doloroso— es la ligereza con que se les permite hacerlo. Votar sin pensar también es complicidad. Olvidar quién fue quién, y qué hizo —o dejó de hacer— cuando pudo, también es una forma de renuncia.

Se repite como resignación que “todos son iguales”. Pero no lo son. Muchos se parecen porque hemos dejado de exigirles diferencia. No se ha perdido la fe en la política —que debería ser el arte noble de organizar la vida común—, sino en los ciudadanos, como actores cívicos, en los líderes de verdad. El cinismo cómodo también es una forma de abandono, nos exime de actuar, de vigilar, de exigir cuentas.

No se trata de idealizar a nadie, sino de mirar con más cuidado. De no premiar al que grita más fuerte ni al que reparte más tamales. De recordar que el voto no es una transacción, sino una declaración ética.

Los gallinazos seguirán bajando. Harán lo que siempre han hecho: buscar despojos, alimentarse de lo que ya no tiene vida. Uno de ellos ronda cerca —multiforme, hábil para ondear cualquier bandera—. Se presenta como el nuevo salvador, como si el porvenir le perteneciera por oficio o astucia. Pero todavía hay quienes estudian la política no por ambición, sino por convicción —quizás ingenua, pero persistente— de que este oficio, bien entendido y mejor ejecutado, puede servir para comprender y transformar la vida en común.

Y a veces, en medio de esa fe que resiste, resurge una palabra vieja y luminosa: aristocracia. No la encerrada en linajes o títulos, sino la que reconoce como dignos de gobernar a los mejores en carácter, juicio y vocación de servicio, vengan del aula, del campo, del arte, de la ciencia o del barrio. El gobierno de los mejores. Nada más. Nada menos.

Consultor internacional, estructurador de proyectos y líder de la firma BAC Consulting. Analista político, profesor universitario.

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